La sala de espera de la Empresa "Junín" es una ex-discoteca. La salida estaba programada para la 8:40. Pero el bus no salió hasta después de las 9. Parece que la mayoría de los pasajeros sabía eso, de modo que cuando llegué al terminal, estaba completamente sola y pensaba que me había equivocado de lugar.
Salir de Lima por, La Parada, El Agustino y luego, Ate Vitarte, es siempre una experiencia pesadillesca.
Ya por Ñaña el clima cambia y la neblina se va esfumando, revelando un cielo azul y el aire huele a humo, tierra seca y eucalipto. Después de Chosica, la carretera empieza a subir cada vez más escarpadamente, el aire se enrarece y las mucosas se secan, mientras el valle se va estrechando más y más, cortado verticalmente por la mitad en sol y sombra, hasta que se deja atrás los últimos árboles y campos y el bus asciende por una zona de otro mundo, entre picos desnudos, colorados, morados y blanqui-negros, bajo un cielo bárbaramente azul.
Y cuando menos cuenta te das, estás en el Ticlio, a 4790 m sobre el nivel del mar, rodeado de picos nevados y lagunas de un azul indecible.
Poco más allá, empiezan las minas de La Oroya, el lugar más contaminado del Perú. Es un paisaje de fin del mundo, de Mad Max, los cerros, la tierra parecen lavados con ácido, perforada por heridas y úlceras purulentas. Antes del desvío a la ciudad minera, el bus para en un restaurante de carretera, donde los pasajeros devoraron rápidamente un caldo de cordero y bistec con papas, antes de seguir viaje hacia Tarma, una simpática ciudad andina a 3000 m.
Y de ahí, siempre en descenso, hacia La Merced, en la ceja de selva. Nuevamente cambia el clima, la vegetación se hace cada vez más tropical, el aire más húmedo y retazos de niebla flotan sobre el valle verde a reventar. Y percato con placer ese olor cálido que desde la infancia se me ha grabado en la memoria como "el olor de la selva". Al anochecer llegamos al terminal de la capital del Chanchamayo. Reclamo mi mochila y subo caminando por una escarpada calle a lo largo de hileras de puestos de comida y tiendas de abarrote y electrodomésticos, hacia la Plaza Mayor. Me alojé en el primer hotelito que tenía pinta más o menos decente, en una habitación con ventana hacia la plazar con su iglesia y su municipalidad,, sin tomar en cuenta el infernal ruido de los mototaxis que circulaban como insectos enfurecidos alrededor de la plaza. Ya se calmarán, pensé. Cuánto me equivocaba.