1.10.07

Camino a La Herradura


(Imagen: Google Earth)

De pronto, un solazo. Ayer, domingo, después de meses de meses de que esta ciudad indecible se viera azotada por vientos helados que parecían venir de frente desde el Polo Sur, y de permanecer sumergida, amodorrada y ahongada, al fondo de una espesa y sucia neblina, salió el sol con todo su esplendor. Y Lima resucitó de la tumba y dirigió con avidez su pálida faz a la luz solar. Salieron, uno por uno, las criaturas de sus huecos y vieron incrédulos y parpadeando que había un mundo bañado de luz, lleno de color. Los árboles que pierden sus hojas durante el invierno rebrotaron de golpe. Las aves festejaban con júbilo la existencia. Y los ciudadanos se desprendieron de sus envolturas y ropajes, montaron en sus bicis y carritos o salieron a pie, en familia, en pareja o solos, a dar sus paseos dominicales por parques, malecones, playas. En cuanto a mí, me dio por ir a la pequeña, legendaria y adorada bahía al sur de Chorrillos, llamada La Herradura, point favorito entre los surfers de avanzada (ver aquí y aquí) y localidad que, en los últimos 20 años, por decir un aprox, se ha visto envuelto en historias de abandono y escándalo a todo nivel.

Cuando pienso en La Herradura, aparecen imágenes más bien lóbregos, sórdidos, cargados de melancolía y reminiscencias de un pasado que en el colegio nos enseñan a llamar “glorioso” y de una infancia que puedo llamar, sin duda alguna, feliz.


La Herradura como la conocieron mis abuelos (calculo en los años 40)

Las imágenes aparecen en blanco y negro, claro, con rocas, riscos y peñascos ennegrecidos por la humedad del mar y las cimas grisáceas de los morros pelados y envueltos en niebla, emergiendo de la plomiza superficie del mar. 





Y ahora, el mar azul, el cielo azul, la blanca espuma, la blanca gaviota, los ocres delicados de los morros, los vívidos colores de las piedras mojadas, el verde insoportable de las hojas de una palmera, el lila de una flor inesperada, el constante tintineo y bailoteo de los reflejos en la superficie del mar – un mar de diamantes que deslumbra y hiere mi ojo y engaña al lente de mi cámara. 














En un punto de la accidentada costa, llamado “El Salto del Fraile” (la historia en la deliciosa versión de Ricardo Palma se puede leer aquí), donde ahora se alza en la punta de la peña un restaurante caro y huachafón, suele los fines de semana uno que otro, en hábito de monje, saltar de cabeza desde una saliente en el acantilado a las revueltas aguas dal nada pacífico Pacífico. Para ello tiene que esperar a la ola ideal, una ola gruesa, “carnosa”, como la llaman, que no se rompa antes de llegar a la orilla. Esta vez saltó un viejo de luenga barba canosa, ataviado con la bandera del Perú, que hizo grandes ademanes, gritó “Arriba el Perú!”, antes de saltar y cayó, lo juro, ¡de panza! Chocó contra el agua con un estruendo sordo que nos hizo a todos los espectadores emtir un quejido de dolor. Por suerte, el viejo emergió de las olas y logró treparse por las rocas. 
(El salto del fraile en youtube)

























2 comentarios:

Ogalam dijo...

Esas leyendas románticas de las que se contruye la historial oral de nuestros pueblos me encantan. De Ricardo Palma sólo he leído Tradiciones Peruanas. A ver qué más consigo. Chido el post.

Oscare dijo...

Felicitaciones por el post tan interesante